sábado, 26 de julio de 2014

Diario de verano.


El Camino de Santiago huele. A campo y a Campo. A sudor y a los cerdos llorando en ese matadero que nos encontró en medio de la nada. A albergue. A tarta y a los ungüentos de la madre de Ana. Al hospital de Santiago donde una practicante inyecta un calmante sin receta. El olor del botafumeiro durante la misa. En Santiago compro una postal de las Dos Marías, porque pienso que ser famosa en provincias tiene que ser algo así: algo escandaloso e inapropiado y alegre. En el hostal, maleteo en busca de mis pertenencias más civilizadas, mientras un americano duerme inmutable en su cama mientras el resto del hostal festeja algo, ¿haber llegado? No tener que caminar más, o caminar, ahora sí, voluntariamente: en el dolor de los músculos y las extremidades. Duermo, aunque bajo el hostal de Santiago huele a fiesta y huele a bar y a despreocupación, y duermo como si no hubiera dormido en cien años.

El olor del mar al fin en Coruña. La bella saudade coruñesa y los rascacielos marítimos bajo el chaparrón, como si en realidad tuvieran sus raíces en el fondo del mar. Desde allí corrimos hasta la rosa de los vientos, nos paramos en su centro y dejamos que ella decidiese por nosotras el próximo destino. El viento nos cierra los ojos.

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